Los edificios corren apresuradamente en sentido contrario al que se dirige el bus; eventualmente paran en un semáforo en rojo, pero la mayoría de veces los muy infelices cruzan la calle de un salto, desafiando una marejada de pitazos y juramentos de corsario. Poco a poco el aparato se ha ido desocupando, el aire abigarrado repleto de esencias humanas se ha ido diluyendo entre el olor a gasolina y dióxido de carbono. Casi inconscientemente comienzo el descenso hacia el quinto círculo, el de los condenados a no encontrar el timbre.
Soy ingeniero, pero aún así nunca he entendido el sistema eléctrico de un bus de servicio público: Los cables, como várices interminables escapan rebeldemente por orificios oxidados y se ocultan nuevamente retorciéndose de vergüenza en cualquier recoveco disponible en el techo. Gracias a un inexplicable fenómeno, una batería obsoleta y exhausta es capaz de proveer energía para alimentar un artefacto musical que suena a todo volumen durante ocho horas continuas, un pito accionado cada 30 segundos, unas direccionales escasamente usadas, un sistema hidráulico reumático, las lucecitas alrededor de una imagen casi borrada de la Virgen del Carmen -alcahueta de los transportadores-, los bombillos de motel sobre los asientos y cerca de una docena de timbres diseminados por toda la estructura del strassebahn. Recuerdo con resignación que debo bajarme, así que me dirijo como borrego a la salida. Faltan veinte metros para la parada y busco infructuosamente el timbre, confusas incripciones rupestres plagan las paredes. Los jeroglíficos parecen dar a entender que el botón adecuado se encuentra cerca, pero debo pasar tres pruebas antes de que me sea revelada su ubicación exacta. Desesperado elevo nuevamente mis plegarias al Creador, el cual, muerto de la risa señala un forúnculo plateado que bien pudo haberse confundido con un tornillo. Presiono el interruptor como si fuese el pezón de una anciana marchita, que gime eléctricamente hasta exasperar lo suficiente al monstruo mecánico para provocar que me vomite en la mitad de la calle.
El día ha pasado como una larga tira de eventos difusamente encadenados y ahora, como si el sueño hubiese terminado, despierto a las 6.30 de la tarde, bajo un sol envuelto en pesadas cobijas grises, rodeado por miles de hormiguitas con la pesada carga de sus vidas a cuestas, llevándola como tributo a los edificios de sus empresas, dejando sólo un poquito para su propia subsistencia. Esta vez decido coger el bus que va más vacío, pero que da más vueltas. Bienvenido al sexto círculo, el del largo camino sin ayuda. He notado que entre más pobre se es, más cosas se llevan encima: una bolsa, tres costales, una sombrilla, dos lactantes aferrándose al dispensador materno con sus rosadas encías (antes que se levante una polémica, no quiero decir que los niños sean «cosas»). Por alguna razón, el 95% de las mujeres no creen que deban ceder el puesto o ayudar a llevar nada, evidentemente consideran que eso es competencia exclusiva de los hombres. En mi caso sólo llevaba un maletín, una chuspa y una desesperación que era más pesada que las otras dos cosas juntas. El motorista había estado enfermo los días en que dictaron las clases de frenado, así que pisaba sin compasión el pedal dejando a la suerte el destino de los mortales que se encontraban de pie. Mi maleta golpeaba una y otra vez la cabeza del hombre de mediana edad que se había sentado frente a mí, que no se inmutaba siquiera y probablemente disfrutaba el masaje. La mujer a mi lado no la pasaba mejor con la carpeta que contenía las escrituras de su casa y que debía usar como gancho para agarrarse de la baranda; me apreté contra su hombro para servirle de colchón, supongo que la solidaridad también puede tener matices patéticos.
Hacia la mitad del recorrido se sube una pareja. Se ven dichosos, mirándose el uno al otro como dos gatitos con conjuntivitis. La jovenzuela recuesta su espalda contra una baranda, mientras le da un sonoro ósculo a su pareja de sendos mechones en la parte posterior de la cabeza. Era uno de esos besos en estéreo, con surround, pletórico en fluidos bucofaríngeos y gástricos. Era un hermoso ejercicio de suspensión de la respiración, ni siquiera Kalimán hubiese podido durar tanto tiempo sin tomar aire. Yo, a su lado, intentaba fijar la mirada en otro sitio, adivinar por qué había dejado los audífonos, concentrarme en el profundo escote de la mujer del fondo. Ese era el séptimo círculo, el del beso húmedo, eterno y ajeno.
Nueve círculos son muchos ¿No? creo que dejaré los restantes para dentro de un par de meses, siempre viene bien dejar descansar los temas un tiempito, sobre todo este, que fue un poco denso.
Nooooo sssseeee mueeeeevan. Ya regresamos.
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